A finales de los años 70, tras el cambio de modelo de estado, España tenía un déficit de infraestructuras muy relevante y agobiante. Nuestras carreteras, de doble sentido con pronunciadas curvas y cambios de rasante; nuestros ferrocarriles, de trazados casi decimonónicos, no permitían la circulación de los modernos trenes de alta velocidad, que ya circulaban en otros países; los embalses, aunque muchos y buenos, se iban quedando incapaces de atender la creciente demanda, tanto de abastecimiento y riego, como de generación eléctrica; aeropuertos que se quedaban obsoletos; muchos pueblos y ciudades, que no tenían una urbanización adecuada y necesaria: pasos a nivel en cruces con líneas férreas, malos o escasos saneamientos y abastecimientos, escasez de aparcamientos, calles sin pavimentar, tierras fértiles sin riego, escasa o nula existencia de alumbrado o mobiliario urbano y recintos deportivos, etc.
Es en la segunda mitad de los años 80, cuando se comienza un ambicioso plan de modernidad y progreso, que requiere de unas infraestructuras modernas. Nuestra integración en la entonces Comunidad Económica Europea, supone un fuerte impulso y ayuda a nuestros objetivos. Los llamados fondos FEDER, primero, después los Fondos de Cohesión, invierten una gran cantidad de dinero que ayudan a transformar nuestro país. Hoy, casi 30 años después, se puede decir que España tiene una buena dotación de infraestructuras, comparables a las de cualquier otro país occidental.
Es mucho lo que todavía se puede hacer, como no. Pero también hay que considerar que ya no puede ni debe de crecer el gasto público en infraestructuras, comparativamente con años anteriores. Ahora hay que fijar la atención, también la inversión, en su conservación y mantenimiento. Seguir, por supuesto construyendo, a un ritmo más suave pero constante, para mantener sobre todo el nivel alcanzado. Con una industria de la construcción estable y alejada de ciclos convulsivos.
Las nuevas fórmulas de financiación, con participación de capital privado, ayudarán a ello, pero en aquellos proyectos cuya rentabilidad sea manifiestamente interesante, como es lógico. Las necesidades generales, sociales y solidarias, creo que han alcanzado un punto de equilibrio si no suficiente, sí aceptable.
Esa otra construcción, la llamada residencial, que ha sido objeto de una especulación salvaje, no debe de volver a realizarse, en los términos y formas que han ocurrido. Entre los años 1986-1990, las viviendas multiplicaron su valor entre 2 y 4 veces, dependiendo de su ubicación. No suficiente con ello, otra vez entre 1998 y 2005 se multiplicó su valor por 3 ó 4. Quiere decir, que en poco más de 20 años, una vivienda multiplicaba entre 6, 10 ó más veces su valor. Esto no se le puede imputar al constructor. Se confunde gestión y promoción, con construcción. El término peyorativo “la industria del ladrillo” es atribuible a la gestión y promoción, con todos los agentes que intervienen en ella. Donde el constructor, como tal, no se beneficia de esos incrementos brutales del valor, que son absorbidos por “los gestores del suelo” principalmente. El coste de construcción por metro cuadrado, de una vivienda de tipo medio, ha pasado de costar 40.000 Ptas., en 1980, a poco más de 100.000 en 2010. Es decir de 250 a 600 euros. Cuando su precio de venta ha pasado de 350 a 2.750 euros, en términos medios. Este ha sido el gran problema, el gran engaño, el origen y la causa de la crisis que padecemos.
¿Por qué se ha consentido tanto despropósito y tanta codicia? ¿Quién se ha llevado el dinero? Esa es la cuestión: ¡Nunca más!
¿Por qué se ha consentido tanto despropósito y tanta codicia? ¿Quién se ha llevado el dinero? Esa es la cuestión: ¡Nunca más!
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